Hay días en que levantarse cuesta. Como que lo de adentro y lo de afuera no coincide. Decimos “toca hacer esto, toca hacer lo otro”, le damos ordenes concientes a nuestro cuerpo para que reaccione, se ponga en pie, y camine esta vida que llevamos, pero es inútil.
Hoy, por su puesto, es uno de esos días. No malgastaría semejante introducción, para salirles con un chorro de babas, y escribir que a mi eso no me pasa hace mucho, y que este lunes (que ya va en su cuenta regresiva) ha sido de los mejores de mi vida. No. Este lunes es la mas viva expresión de lo anterior, este lunes es una mierda. Hoy, soy lo peorcito que tengo, soy la confundida, la perezosa, la débil, la malagradecida, la que no se quiere mucho, la que ni siquiera llora. Hoy todo me cuesta, saber que comer, acomodar la almohada, concentrarme en el televisor. Me he vuelto una pelea constante entre este fenómeno que no se quiere mover, y otra mujer, allá a lo lejos, que pide auxilio. Soy como una enfermedad autoinmune, me acabo de a poquitos, me ataco lo mejor que tengo.
He tratado de entender esto, darme algún tipo de diagnóstico. Le he otorgado la responsabilidad a mis hormonas (como lo hago casi siempre con todo lo que me pasa), al clima, a la luna, a la obra que construyen detrás de mi edificio, a la aseguradora de mi carro, a la ceguera de mi perro, al silencio de mi gata, a la hernia de mi espalda. Intento combinar varias de las anteriores, cambiar el orden, pero nada. Este conflicto viene de antes, de después. Es como un sifón por donde se cuela mi vida, un espacio por el cual debo siempre pasar y recordar que existo. Acá lo oscuro es realmente oscuro, acá no se disfraza nada, no intento nada, solo me cuelo y ya. Digamos que duele. Sobre todo al otro día, cuando siento que a mi el tiempo nadie me lo devuelve, que gasté un día de mi talonario en…en no sé que. Duele y hasta da culpa. Pero también renueva, como una extraña manera de reconocerme en medio de esta sala gigantesca que es la vida.
Por momentos, hago el amague de llorar desconsolada, con la esperanza de musicalizar el malestar, pero siempre termino sonando ridícula, como la más llorona de mis protagonistas de novela. Así que paro. Respiro. Me agarro la panza, siempre revuelta, sin saber si es hambre o llenura, me la sobo en la dirección de las manecillas del reloj, y claro, tampoco sirve de nada. Luego voy al baño, me miro un rato largo al espejo, me busco, me reconozco, hago muecas. Por minutos me vuelvo un gorila de esos que se investigan de cabo a rabo, hasta que me canso. Vuelvo a la cama. Sigo dando vueltas. Te pienso…
Te pienso, te pienso, te pienso. Me doy cuenta que no estás, y es entonces, cuando me embiste el maldito recuerdo; estás tú, caminando de la mano con ella. Llevas puesto tu abrigo gris, y ella a decir verdad, es hermosa. Oigo las risas, las palabras. Están cerca, se besan, se sienten. De repente, el dolor de mi barriga se conecta. Ya esta pereza y este llanto, y la luna, y la obra y la hernia y mi gata y el perro y el seguro y el clima, tienen un nombre: el de ella. El de la otra. El de la mujer feliz que jugaba, que caminaba de tu mano, el de la valiente guerrera que se devoraba el mundo y que era yo…
cuando todavía estabas tú.