domingo, 17 de octubre de 2010

LA OTRA MIRADA




Ezequiel se sentó a esperar al borde de la carretera, prendió un cigarrillo, el último de la caja, y se lo fumó solo hasta la mitad. Miró sus pies y sonrió al darse cuenta de su molestia impar: tan solo llevaba puesto un zapato. Decidió entonces cambiárselo de lado pese a la dificultad, darle un respiro a su pie desnudo y cansado, y pensar en las ampollas para no pensar en todo lo demás. Saber cuantas horas llevaba caminando era imposible, las suficientes en todo caso, como para estar lejos de cualquier lugar conocido. Esa era la idea, desaparecer, dejar atrás esa noche necesaria, olvidar lo inolvidable.

Después de un rato, por fin apareció un bus. Ahí se montó cargando todos los achaques de sus setenta y tantos años y se sentó en la última fila para poder dormir. No había mucha gente, ya estaba anocheciendo, y él estaba verdaderamente cansado, condiciones ideales para pernoctar sin problema durante todo el trayecto. Cuando se disponía a cerrar sus ojos, o más bien, cuando sus ojos, con voluntad propia, decidieron cerrarse, la mirada de un gato se le atravesó. El gato estaba en el puesto de adelante, mirándolo profundamente, como si lo estuviera cuestionando, como si lo supiera todo. Cuando intentaba esquivarle la mirada, el lomo del gato se crispaba de manera automática, y sus uñas le crecían de las patas dispuestas a atacar. Ignorarlo, entonces, no era una posibilidad, debía sostenerle la mirada, hacer caso omiso a su cansancio, al peso de sus párpados, y esperar más bien, el cansancio del gato. Pasaron horas, largas horas y el gato no se rendía, su mirada en cambio, se hacía cada vez más aterradora, y la cercanía entre los dos se reducía hasta tener los amarillos ojos del gato a menos de un centímetro de distancia de su cara. Podía sentir los bigotes del felino rozándole la nariz, y su respiración mezclarse con la del animal. Al entrar en un túnel todo quedó a oscuras durante unos segundos, cuando de repente, un fenómeno maravillosamente extraño y surrealista comenzó a develarse ante él: las cosas comenzaron a adoptar unas siluetas iridiscentes, como si se tratara de millones de luciérnagas adornándolo todo: los asientos, las personas y hasta los detalles más pequeños como los botones de la chaqueta del caballero de al lado o los cordones sucios del niño de adelante, podían detallarse con asombrosa exactitud. Al salir del túnel pudo ver como la luz de la carretera iluminaba todo de  manera habitual, y atribuyó los colores fosforescentes a alguna especie de bombillo especial instalado en aquel túnel.  Sin embargo, su cuerpo se sentía distinto, menos agotado, más liviano y al observar su reflejo en la ventana, una imagen espeluznante apareció en el vidrio quitándole el aliento: era la imagen del gato.
  
A Ezequiel Ramiro Andrade le habían sucedido muchas cosas extrañas a lo largo de su vida, pero nada como esto. Esto no se lo creía ni siquiera él mismo, a pesar de estar mirando todo con sus propios ojos; o con los del gato, para ser exactos. Este era sin duda uno de esos momentos perfectos para fumarse un pucho, llamar a algún amigo, y charlar sobre lo sucedido. Pero aún teniendo la mitad de un cigarrillo esperando para ser fumado, éste aguardaba en el bolsillo de la camisa del hombre sentado en la silla de atrás, de ese cuerpo tan familiar y a la vez tan desconocido. En todo caso, fumar, por ahora era imposible y amigos, amigos ya no le quedaban.

Decidió entonces tomarse las cosas con calma y disfrutar de su estado felino. Descubrió su habilidad para saltar de un lado para otro, se jactó con la agilidad de su nuevo cuerpo y se acomodó fácilmente en la silla. Si hubiese sentido al menos un pequeño porcentaje de su viejo cansancio, habría podido dormir plácidamente allí mismo, en esa silla desgastada del bus, como si se tratara del mejor de los palacios. Pero ahora su estado era de total alerta, de vida desbordada, de energía incontenible. Tan pronto el bus hizo su primera parada, Ezequiel saltó por la ventana  sin despedirse siquiera de ese cuerpo suyo por tantos años. Ya estaba dañado y gastado, ya solo le estorbaba, pensó. Y dando sus mejores zancadas, salió a correr por los campos húmedos de la sabana.

Cuando sintió los primeros rayos de sol sobre su pelaje ámbar brillante, se detuvo en una piedra a pensar. Si bien había decidido nunca volver a ese lugar y nunca repasar lo sucedido aquella noche, ahora las cosas eran distintas: ahora podría volver de incógnito, darse cuenta de la magnitud de sus actos, disfrutar sin peligro alguno del resultado de aquel plan minucioso construido por años en su cabeza.

Fue así como echando hacia atrás sus pasos, volvió a la entrada del hospital psiquiátrico San Rafael. Todavía había humo saliendo de las paredes, y el olor a carne quemada era insoportable. Aún así, la alegría lo invitaba a acercarse cada vez más,  hasta tener a sus pies los restos de su vida pasada: una vida larga y lamentada, en medio de esas cuatro paredes llenas de locos matándose despacio, de hombres y mujeres miserables, sufriendo el hecho de ver el mundo de otro modo. Los había salvado, se sentía orgulloso de haberlo logrado. Pero cuando se disponía a partir con su maravillosa gloria a cuestas, la voz de un oficial realentó la imagen: pudo ver como unas esposas se apoderaban una a una de sus patas delanteras, mientras el oficial lo tiraba al piso sin ninguna consideración. Luego su cuerpo, como despertando de un sueño profundo, comenzó a sentir nuevamente el peso de sus huesos viejos, el dolor de sus pies maltratados, el sabor ácido y seco de su lengua de hombre sin comer.

 Varias personas lo señalaban y le gritaban,  pero el silencio de su mente era implacable. Lo metieron en una patrulla y mientras lo conducían a la estación de policía, el oficial le dijo con sarcasmo:
 -la curiosidad mató al gato, Ezequiel-, y mirando su reflejo en la ventana, éste le contestó: 
-así es, así es-.

1 comentario:

  1. Solo dos palabras : Im presionante (como diría Primo).
    Te felicito, Muelita, me resultas tan buena escribiendo como actuando.

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